Proyecto Deatres

Memorias

María Paula Olivieri y Nicolás Normando Loyarte nos llevarán en un viaje en el tiempo por el Sargentito y las personas que lo habitan en este momento y en la memoria.

Vecinos rescatan del olvido el Club de Bochas Sargento Cabral

Durante más de la mitad del siglo pasado fue un punto de encuentro barrial, en el que la vida social de los vecinos se ejercía con felicidad. Ahora, con el rescate de un puñado de vecinos, que son en parte los hijos de los antiguos fundadores, buscan volver a hacerlo brillar con el encanto de la vida sencilla, de barrio.

El Club de Bochas Sargento Cabral, conocido por muchos como “Sargentito”, fue fundado en 1936 por -en su mayoría- antiguos trabajadores ferroviarios que durante los ratos libres levantaron ladrillo sobre ladrillo el club de barrio, en la esquina que formas Padilla y Necochea, del barrio homónimo.
La excusa eran las bochas. Jugar a las bochas, o al casín. Era compartir. Era divertirse. Mientras los chicos correteaban en el patio o en la vereda, pasaba un mate humeante, o un porrón con lupines al atardecer y se escuchaba el inconfundible sonido de las bochas.

Tras algunos años en los que permaneció cerrado, o con muy poca actividad, un grupo de los hijos de los antiguos fundadores decidió rescatarlo del olvido. Y allí fue cuando el Proyecto Deatrés tomó intervención con activaciones artísticas y culturales, con marcado sentido social y barrial.
“Cuando nací, abrí los ojos y vi el club”, cuenta Daniel Cuggino, el carnicero que tiene su negocio en frente del club y hoy ocupa la vicepresidencia de la nueva comisión directiva -presidida por Orlando Rossettón-. “Por eso es que queremos recuperar su esencia”, sintetiza Daniel.

Aquí aparecerán voces y testimonios de quienes hicieron la historia del Sargentito, y de quienes tomaron hoy la decisión de reactivarlo.

Registro de la conversación con “Cartucho” Adolfo Corthey y Juan José Titoni.

Todo estaba dispuesto para que la cita tuviera lugar. Ya había comenzado la noche de Cine bajo las estrellas cuando Adolfo y Juan se acercaron al club. Venían a hacerse “socios”, dijeron, pero sin dudas había algo más. Apenas cruzó esa línea imaginaria que separa el adentro del afuera, la mirada emocionada de Adolfo empezó a deshilvanar memorias y olvidos.
Algunos compañeros del Proyecto Deatr3s se presentaron y les contaron el motivo del encuentro en el Club de Bochas “Sargentito”. Les preguntaron si solían venir cuando se jugaba a las bochas, si tenían historias para compartir. Y entonces, las palabras no se hicieron esperar.

La voz, casi a punto de quebrarse mientras la memoria se abría paso en la oscuridad del olvido. Las manos temblorosas, desplazando con delicadeza la presilla de una pequeña carpeta de cuero que parecía resguardar registros de otros tiempos. Unas fotografías en tonos sepia, pasando de mano en mano, sirvieron de excusa para que la narración comenzara.
Una a una, las palabras iban trayendo al presente lo ausente. La mirada recorría el espacio, como buscando las marcas de un tiempo perdido. O tal vez, como si fuera espectadora de otras escenas. La imagen en movimiento y el registro sonoro del cine en el presente parecían fundirse con los ecos de una memoria pasada.

Y entonces Cartucho, con su relato, con su mirada conmovida, con la danza de su cuerpo reviviendo los movimientos de antaño, nos transportó a otra escena. Aquel partido que perdió y lo dejó llorando toda una tarde. O aquel otro, cuando, porfiado y jugado, le insistió a María Luz en que diera su golpe mortal.

«Cómo olvidar esos tiempos…»—dice Cartucho—«cuando el club tuvo los primeros campeones argentinos de tenis criollo o a los mejores jugadores de bochas de Santa Fe.»

Qué cosas tiene la memoria, ¿no?

Por alguna razón, o quizás sin ninguna, la canción Guitarra negra del cantor uruguayo Alfredo Zitarrosa comienza a sonar. La escribiente se demora en sus notas mientras la canción sigue diciendo:

«Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra.
Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía.
Cómo se toca tu carne de aire, tu oloroso tacto, tu corazón sin hambre,
tu silencio en el puente, tu cuerda quinta, tu bordón macho y oscuro,
tus parientes cantores, tus tres almas, conversadoras como niñas…”

¿Cómo tramitar esas historias a flor de piel, donde lo vivido conmueve? Historias como la del mudo Alfredo, un trabajador portuario que no dejaba que nadie pisara la cancha de bochas. O aquella otra, de la final de un torneo que ganaron como locales con el polaco Andruszczyszyn y Mario Servino. Se enfrentaron al trío de Villa Dora: Solari, Sboro y Ortiz, grandes amigos de siempre, según cuenta Cartucho.
Una final reñida, con una diferencia de 14 a 13 puntos. Cartucho recuerda:

«Una bocha quedaba para mí, un tanto; y la otra para Ortiz. Cuando la juega, ya sabíamos que era campeón… porque la bocha no traga la canaleta. Justo había una bocha ahí, la toca finito —media bola, te hablo en términos bochófilos—, y me gana el tanto. Si yo le tiraba y no le erraba, nos poníamos 14 a 14. Le pegué con todo, le puse lo que hay que poner (recuerda conmovido). Me acomodé, tiré… y saqué dos menos…”

Cartucho revive el momento con gestos, y la emoción no tarda en llegar. Se quiebra justo al contar cómo perdió ese tanto:

«Por Dios, era para morirse», dice con la voz quebrada. Pero se recompone y continúa:
«Yo jugaba de bochador con el polaco que vivía acá al lado, y con Mario, que era el puntero. Perder ese torneo fue duro, pero ganamos otros… El Sargento tuvo los mejores jugadores de bochas de Santa Fe. Ahí estaba el negro Ruiz… ¡ese sí que jugaba! Inclusive en la clandestinidad. Y yo no quiero alardear, pero un señor llamado Tell, que sabía mucho de bochas, me dijo una vez: ‘Pibe, vos tirás la bocha perfecta’. Porque había que agarrar la bocha, hacer tres pasos y recién ahí tirarla. Yo tenía 18 años entonces. Usábamos alpargatas o zapatillas sin taco, o zapatos teñidos de blanco.”

Cartucho sigue recordando:

«En esta misma cancha se jugaban torneos mixtos. Una vez jugué con María Luz Traverso, que vivía acá enfrente. También hacíamos partidos de solteros contra casados. Eran como ocho jugadores; y va que don Carlos Grilli se peleó con el hijo. Yo jugaba al tenis por ese tiempo, pero me hicieron entrar a las bochas… y terminé haciéndoles tres goles. Los ocho parientes tuvieron que pagarme porque les gané.

Entre risas y picardías, cuenta:

«Acá se hacían bailes en ese tiempo. Los pibes levantaban al Sargentito, pero los viejos que jugaban al chancho se enojaban porque tenían que levantar las mesas antes… Ahora te muestro las fotos y empiezo a nombrar a los muchachos… Ninguno vive, y yo sigo acá…»

Su voz se quiebra de nuevo al recordar:

«A mí se me murió mi señora hace poco. La conocí acá. Una chica Benavidez me decía: ‘Sacala a bailar, Cartucho’. Y yo le respondía: ‘No sé bailar’. Pero me insistió tanto que saqué a bailar a la Isa… ¡y chapamos, como se decía! Yo tenía 25 años y ella 17. Nos casamos cuando yo tenía 29 y ella 20. La despedida de soltero la hicimos acá mismo.”

Con emoción, concluye:

«Yo trabajaba en una casa de repuestos de autos. Cuarenta y ocho años ahí, salía del trabajo y venía a jugar a las bochas hasta las nueve, nueve y pico, que me esperaban en casa. Acá en el 52 jugaba al tenis con paleta. Una vez vino un ilusionista y lo hipnotizó al mudo… lo hizo bailar mejor que Elvis Presley. Eso fue hace más de 50 años.”

Y, la noche, se va devanando al hilo de esta narración que se ofrece para que quienes lo deseen, sigan hilando su existencia. Después de todo. Contar historias, siempre fue el arte de contarlas de nuevo. Con el secreto designio, de que alguien las escuche; y, siga tejiendo la suya